En tardes de aislamiento les pasmos dos nuevas historias de Los Cuentos de la Peña de la mano de nuestro querido Jerry Chiabrera. Dos historias nuestras o, mejor dicho, de cualquiera de nosotros. ¡Que las disfruten!
ESTA TARDE CUESTE LO QUE CUESTE
Desde mis tempranos tres años de vida y hasta los veintipico fui un feliz socio del Club Atlético Vélez Sarsfield. Disfruté años de cancha y fútbol desde la época en que la tribuna local era la que daba a Reservistas. Estuve el día lluvioso en que nos cambiaron de lado y empezamos a ser locales en la tribuna del cartel. Viví la época en que nos conformábamos con ganarle a un grande mientras soñábamos con volver a ser campeones. Y claro, estuve ahí firme cuando llegaron las alegrías inolvidables de la década del noventa. Pero las adversidades de la vida me llevaron a no poder seguir pagando la cuota social y tuve que empezar a sacar la entrada como cualquier cristiano si quería ir a ver al Fortín. Muchas veces alcanzaba a reunir el dinero requerido para dicho fin, pero en más de una ocasión tuve que recurrir a recursos más bajos de los cuales no me enorgullezco en absoluto.
En un principio eran pequeñas trampas como aquella vez en que fui con mi hermano, que todavía era socio de la institución, y luego de entrar con su carnet me pasó a través de un alambrado su cupón para que pudiera entrar yo. Todavía no eran las épocas de carnets magnéticos y la verdad es que no resultó del todo difícil, aunque tuvo su momento de tensión.
Luego de poner su cupón en mi carnet que todavía conservaba (justamente para estos menesteres) me mandé a la espera de que nadie se diera cuenta, pero eso no ocurrió. El muchacho que miró mi carnet notó la diferencia en los números de socio y me lo hizo saber, y yo en una reacción veloz le quité el carnet de las manos al grito de: “¡No te puedo creer que traje el cupón de mi hermano! ¡Me quiero matar!” Y él, no sé si lo creyó al ver el mismo apellido, o si fue un acto de bondad o por pura lástima, me miró y me dijo: “Dale, pasá”
Pero la vez siguiente ya no me tenía tanta fe. Tal vez era un día en que las energías no estaban preparadas para mandar el mismo chamuyo, o simplemente estaba un poco más cagado que la otra vez. O quizás se debía a que habían implementado el sistema de entradas magnéticas con molinete y el paso se hacía más lento y controlado. No sé porque, pero cuando iba camino al molinete con mi carnet y su cupón prestado, dudé. Creí dentro de mi ser que no iba a poder hacer lo mismo, no tenía la seguridad de que iba a poder realizar la misma actuación una vez más y por lo tanto tendría que recurrir a otra estrategia. Pero no podía pensar en nada en los pocos metros que me quedaban y ya me veía volviendo a casa con la cabeza gacha. Pero entonces, los nuevos molinetes me dieron la mano que necesitaba.
El mecanismo de la entrada magnética era nuevo aún y muchas personas todavía no se habían acostumbrado a él. Ya me había pasado a mí alguna vez, cuando sí pagaba la entrada, que al poner la tarjeta al revés volviera a salir por la misma ranura frontal pero hacia atrás. Simplemente había que darla vuelta y colocarlo del lado correcto. Y aunque en la entrada decía claramente de qué lado había que insertarla, todavía a mucha gente le seguía pasando lo mismo.
Lo cierto es que delante de mí y mis inseguridades, estaban un alegre padre y su hijo, ambos con su entrada en la mano, y cuando el pequeñín colocó su tarjeta magnética y avanzó confiado, ésta, muy felizmente, salió hacia atrás fuera de la vista de ellos pero llamándome a los gritos a mí. Ninguno de los dos la vió, tampoco los empleados del club, pero yo sí.
En un acto de rapidez desesperada, extrañamente lúcido en mí, la agarré a la velocidad de la luz y para disimular la situación me puse a gritar: “¡¡vamos viejo, que empieza, dejen pasar!!”, mientras exhibía mi entrada en la mano.
El padre del niño no comprendía lo ocurrido y buscaba la entrada de su hijo por todos lados preguntándole al hijo que había hecho, mientras el tipo del molinete no lo dejaba pasar ante la ausencia de la misma. Discutían sin entender lo que pasaba, bloqueando el paso a los que, a diferencia de ellos, sí teníamos entrada (malditos tramposos). Por lo cual tuve que ponerme aún más firme en ese papel de ofendido para que nadie se diera cuenta que en realidad era un miserable embustero, y mientras seguía mostrando claramente mi tarjeta, continué con el reclamo para que me dejaran pasar. No les quedó otra que hacerse a un lado y dejaron que yo coloque mi entrada en la ranura (de la forma correcta) y pase tranquilo a disfrutar el encuentro.
Mis inseguridades y miedos quedaron atrás y se trasformaron en incredulidad. Pase de ser un pobre diablo sin entrada a un vulgar ladronzuelo tramposo. Esas cosas hace uno por pasión aunque se sienta el peor sorete. Avance lo más rápido que pude esperando algún grito a mis espaldas que nunca llegó y una vez más entré a ver al Fortín con una tremenda dosis de suerte… y de vergüenza, claro.
ESTA TARDE CUESTE LO QUE CUESTE
Rodrigo Javier Martínez, 19-04-2020
